El lamento del mar
Por: Julián Puig Hernández.
La bahía de Puerto Padre parece estar en calma, su color azul se trastoca a un verdoso que es producto de una fusión, es la resultante de la suma de aguas albañales y residuos industriales.
Allá, bien abajo, bulle un calor poco común, por la mezcla química y arde, como una úlcera descarnada o una gastritis reacia a soportar los ácidos que se depositan allí por pura inercia.
Se vuelve difícil la visibilidad en la bahía, por la suma de impurezas depositadas por más de un siglo, y los peces tampoco pueden ver, porque no hay transparencia en las aguas o porque los depredadores fustigan y remueven insistentemente, con el arrastre de redes y chinchorros, las cuevas donde viven. Es difícil sobrevivir a tanta irracionalidad.
La bahía aspira a que llueva, para que se le refresque el rostro, porque los ríos no le tributan el agua necesaria y el calor es inmenso, penetrante y denso. Tampoco llueve, los añejos bosques, que tenían por herencia el conjuro para atraer los truenos, los chubascos y las tempestades, fueron cercenados.
La bahía espera porque el hombre tome plena conciencia de ella, y le devuelva la vitalidad que tuvo, del cobijo que le da a cientos de especies marinas que alimentan sanamente al propio hombre.
La bahía tiene, a pesar de todos los insultos, una esperanza lozana.
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