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En defensa de la crónica

En defensa de la crónica

Michel Contreras

Los vínculos entre la literatura y periodismo han propiciado, propician, y propiciarán numerosos trabajos de investigación. Hay quienes, acomodados en las más ortodoxas butacas literarias, piensan que se trata de dos mundos bien diferenciados. Sin embargo, otros entienden que determinados géneros periodísticos se acercan de modo incontestable a lo que definen como una obra de creación con elementos próximos a la literatura. 

En periodismo, sobre todas las cosas, importan la función informativa, el lenguaje comprensible por la media, la inmediatez con que el producto llega a manos del lector, televidente y oyente. En literatura, en cambio, lo esencial es la forma, y muy poco interesa si lo escrito se entiende desde una primera lectura. Pero tales diferencias se pierden –mejor, se difuminan- cuando el periodismo se contagia de literatura y llega al terreno maravilloso de la crónica. El propio maestro Gonzalo Martín Vivaldi señaló que la diferencia entre periodismo y literatura no es que el primero represente la objetividad y la segunda la subjetividad. Para él, el buen periodismo es también literatura. Y dijo más: dijo que el periodismo no es un arte literario menor, sino un arte literario diferente. 

Todo eso, creo, es gracias a la crónica, un texto redactado con estilo libre, sello personalísimo y preñado de recursos típicos de la literatura. Ahora bien, para alcanzar la cumbre de “informar literariamente”, como estableciera Vivaldi al referirse al buen cronista, el redactor precisa de una serie de dones, algunos de los cuales mencioné en mi ponencia para el anterior Encuentro Nacional de la Crónica. 

En consecuencia, esta vez me limitaré a enumerar (sin jerarquización) unos pocos preceptos que he seguido religiosamente durante mis diez escasos años en la profesión. 

Primero, ver mucho. Salir de la redacción y de la casa para auscultar la calle, el arrabal, el teatro, el estadio, los bares del fracaso, que es donde están los temas de la crónica. Tener siempre, absolutamente siempre, la mirada alerta, las orejas paradas, las antenas bien puestas para captar lo que sucede. 

Segundo, disponer de un punto de vista apasionado –no ciego- y del coraje y/o el conocimiento para defenderlo. Por lo general, los jefes no disfrutan de la polisemia, y el cronista se ha de pasar la vida –como los niños hacen con las personas mayores- explicándoles cosas. 

Tercero, enterrar todo vestigio de facilismo. Martillar sobre cada vocablo y cada frase, como Flaubert. “Poner, poner y poner, y luego quitar y quitar”, como Picasso. Esto es, sufrir la crónica a la manera de una enfermedad. Y Cuidadito con las frases hechas, que son al idioma lo que la demasiada azúcar al café, o lo que son los virus a las computadoras. Me detengo unos párrafos en esta lamentable tendencia del cliché. El culto al lugar común crece como la mala hierba, pasea su desparpajo en los periódicos, y hace su agosto en la televisión, la radio, las asambleas, las entregas de premios, los actos informales y protocolares. 

Si creen que exagero, piensen en la cantidad de veces que han leído (u oído) expresiones como “espíritu de vanguardia”, “fundirse en un abrazo”, “demostrar con creces”, o “rendir merecido homenaje”. Suerte que hay quienes libran un combate permanente con la originalidad. Le tienen asco. Por eso, Regla nunca pasará en sus cabezas de “poblado ultramarino”, “Cienfuegos representará tan solo un sureño territorio”, y Santiago de Cuba se limitará a la condición de “hospitalaria. Si acaso, la definirán como “rebelde”. 

Me estremece cada vez que conozco de un “breve, pero emotivo acto”. ¿Insinúa el redactor que un evento de corta duración carece de elementos para conmover?. De ser así, a nadie le importaría ver el paso del cometa Halley, y el momento del clímax resultaría secundario en la relación sexual. 

¿Habrá –inquiero- un epíteto más manoseado que “sentidas palabras”?. Si, tal vez el de “estrecha amistad”, que denota lo angosto, apretado, encogido, de la creatividad de quien escribe. ¿Y qué me dicen de éste: “insomnes centinelas”?. Es la obviedad maestra, el non plus de las perogrulladas. Si está claro: quien vigila no puede dormir, y si duerme, no es ningún centinela. 

Ahora bien, el lugar común por excelencia, el que más me sacude y me fastidia, es aquel referido al que muere después de una “larga y penosa enfermedad”. Primero, porque uno podría pensar que la persona falleció, digamos de hepatitis, la cual tiende a durar bastante tiempo. Segundo, porque todas las enfermedades son penosas. Y tercero, porque para decir “tumoración maligna” o “cáncer”, no hay que andarse con tanta babosada. 

Huyámosle a la frase hecha. Al camino trillado. Al eufemismo cómodo. No le rindamos merecido homenaje, por tratarse de una larga y penosa enfermedad.

El cuarto precepto que quiero enumerar se refiere a saber si se nació con dedos para tocar el piano. Para enfrentar la crónica hay que partir de aquel “conócete a ti mismo” que suele atribuirse al viejo Sócrates. ¿Acaso los obreros trazan el plano de las edificaciones?. ¿Se imagina a Luis Sexto en Kimono de Kárate?. La realidad siempre supera  a la ficción, pero hay cosas que jamás sucederán. EL mismísimo Gabriel García Márquez afirma que respeta demasiado a la poesía como para emborronarla, y muchos años antes, Robert Louis Stevenson nos dejó similar confesión. Duele admitirlo: se ha perdido el respeto por la crónica. Se encomienda escribirla a cualquiera, y por ese camino nacen las anticrónicas. 

Cortázar enseñó que la literatura es un combate eterno entre el lector y aquel que escribe. Igual que en el deporte, hay ganador y perdedor. Y esas supuestas crónicas que a diario se publican, esas que desechamos apenas leídas las primeras cuatro líneas, marcan una derrota cotidiana de quienes las suscriben, un desacierto de quienes las ordenan, y un suplicio para quienes –indefensas criaturas- las consumen. 

Finalmente, un último detalle. Sin dudas, el más importante de todos: leer mucho. El cronista vive del matrimonio entre la belleza y la palabra, y para conseguir tan dura unión, hace falta dominar el idioma. Embridarlo, para que no nos venza su galope. Y, siempre que se pueda, hay que leerlo todo, lo magnífico y lo estrafalario, porque de los malos escritores se reciben lecciones de cómo no debe escribirse, y de aquellos que saben escribir, se aprende el ABC –y el DFE- de este arte. 

La crónica que sigue resume mi particular visión de cómo empieza a formarse un cronista. 

Breve cronología de mis plagios. 

Yo le debo una crónica a Núñez Rodríguez, por enseñarme –como Chaplin- que la risa no es frívola ni alérgica. Y a Menéndez. El viejo amigo Elio, que aún se pone nostálgico al ver a los niños camino del estadio. Ya Manolo, mi entrañable Manuel González Bello, un hacedor de sueños cotidianos. Y a Secades, y a Pepe Alejandro, y a Luis Sexto… 

El asunto es que debo muchas crónicas. Mi deuda, a la manera de la memorable biblioteca borgiana, es infinita. Jamás podré pagarla en esta vida (ni en otras, si es que acaso es verdad que reencarnamos). 

Alguna vez lo hice público: les he robado a todos los cronistas. He escrutado sus mañas, les he hurtado recetas, sutilmente he tratado de indagar sus lecturas favoritas, sus requiebros, sus odios, sus verdades. Con el mayor oportunismo de este mundo, me he servido de sus emociones para, un día, escribir mis propias crónicas. 

De momento, me limito a plagiarlos con pulso de copista pudoroso. Este es, con decencia. Y deduzco que no me va tan mal, puesto que nadie se ha empeñado en acusarme ante los santos inquisidores de la ética. 

Todo empezó porque, invariablemente, la poesía me esquivaba. Eso ocurrió hace muchos años. Entonces, con despecho de amante, resentido, decidí convertirme en cazador de cronistas, y mis primeras piezas fueron Núñez Rodríguez y Menéndez, a quienes encontré en aquella selva espléndida que era Juventud Rebelde. 

Con Núñez me divertía tanto como un niño con una pistola de agua. Exploraba sus textos, los desarmaba mentalmente para verles el interior del mecanismo. Sus historietas de ficción testimonial –de no ficción, habría dicho Capote- me nutrían la “chismoteca” al revelarme que tuvo un primo repostero cuyos glúteos se movían con extraño Mauricio, o que quiso graduarse de truhán en el café de un tal Mauricio, o que en Quemado había más tipos legendarios que en las novelas de caballería… 

Para Elio Menéndez, mis disculpas. Me aproveché de su amistad con el afán de escamotearles aquel bendito oficio para cantar la gloria deportiva, y a espaldas suyas hasta me apoderé de sus originales, garabateados con una letra incómoda que poco a poco supe descifrar. En el lento repaso de dichos papelitos, extraídos inescrupulosamente del cesto de basura, aprendí que tachar demasiado es el mejor camino en la encrucijada literaria. Su propensión a machacar en cada frase es una enfermedad que le agradezco. 

He de seguir siendo sincero: hubo una época en la que descueré a Eladio Secades. Me sentaba ante grandes, polvorientos volúmenes de añejos periódicos, leía y releía sus estampas, su modo tan “su modo” de versar sobre negros campeones de boxeo y señoritas con sombrillas blancas. Aquello me marcó, lo admito sin rubor, mucho más que el descenso del Dante a los infiernos, y tanto como el rostro del atribulado personaje del grito de Edward Munich. 

No lo olvido: de Manuel González Bello conspiraba sus mofas sabatinas, las devoraba con envidia azul y un hincapié enfermizo en su destreza para dejar el libro y recobrarlo sin que la transición fuera evidente. Todavía memorizo decenas de sus gags, y resuelvo no pocas situaciones apelando al sarcasmo de aquel sátiro con “ojos de permanente asombro”. 

Por no echar levadura en sus bien alimentadas vanidades, prefiero obviar la confesión de mis desfalcos a las crónicas de Pepe Alejandro y de Luis Sexto. Mas, al menos, voy a dar una pista: Son enormes. 

De vez en vez, alguien me congratula por tal o mas cual crónica. Una crónica que, en realidad, no es otra cosa que un cadáver exquisito, un monstruo, un hijo de la promiscuidad, un clon satisfactorio. Eso mismo: una crónica que es una “clónica”. 

Pero eso solamente lo sé yo, y por eso respondo a los elogios con una sonrisa compasiva.  

(Fuente: ecotunero)

 

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