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Dolores viriles

Dolores viriles

Por: Julián Puig Hernández.

Mucho se habla por estos días sobre la carta que envió René González a su hermano Roberto, aquejado de un cáncer en estado terminal.

“Nunca pensé tener que escribirte esta carta”, dice la primera estrofa, en alusión a la misiva con una importante carga de amor y, a la vez, firmeza. Se trata de “esta” y no “una” carta, dada las circunstancias tan dolorosas de una enfermedad que irremediablemente terminará con la vida de Roberto.

“Solo condiciones extraordinarias como las actuales me harían escribirla” concluye en el primer párrafo, como una catarsis de un hecho muy probable: la “justicia” de los Estados Unidos no lo autorizará a viajar a Cuba.

Y agrega en otra parte de su carta “El odio que no me permite retribuirte todos tus esfuerzos con ese merecido abrazo que quisiéramos darte los Cinco” en referencia a la imposición de una sanción injusta, sin parangón en la historia legal de los Estados Unidos.

Pero reitera, justificadamente, René, la palabra odio, que tiene matices vulnerables ante el amor, y lo hace con la fuerza estrófica de los grandes poetas, esos que sacan de su corazón sangre de sus venas, simiente fecunda: “El odio que no me deja unir mi risa a cada una de las ocurrencias que brotan de tu inmenso coraje”

“El odio que me obliga a adivinar por la fuerza de tu aliento, a través del teléfono, el accidentado desplazamiento de las líneas del frente en esta batalla que libras”

“El odio que me impone la angustia de no poder acompañar en tu cuidado a todos los que te quieren; y que me impide estar ahí para apoyar a Sary y a los muchachos”

“El odio que me niega el presenciar cómo se crecen nuestros sobrinos, que se han hecho hombres y mujeres en estos años. ¡Qué orgulloso te puedes sentir de tus hijos!”

“El odio que no me permite simplemente abrazar a mi hermano. Que me obliga a seguir desde un absurdo y distante enclaustramiento un proceso del que debería ser parte, como cualquier otra persona que ha cumplido una sentencia de encarcelamiento, de por sí suficientemente larga, dictada precisamente por el odio; pero aún para él insuficiente”

Pero no deja René sin terminar la idea, propone una solución: “¿Qué hacer ante tanto odio? Supongo que lo que hemos hecho siempre: Amar la vida y luchar por ella, tanto la nuestra como la de los demás. Enfrentar todos los obstáculos con una sonrisa en los labios, con la broma oportuna, con ese optimismo que nos inculcaron desde la infancia. Echar pa´lante, guapear, no rendirnos nunca; siempre juntos y bien cerca, por más que se empeñen en separarme de mis afectos para castigarnos con ello a todos”

Es una denuncia y una declaración de franqueza, sin dudas. Después vienen otros pasajes de la vida familiar que de alguna manera refuerzan un desarrollo de principios, de enfrentarse a los problemas con valentía, sin miedo hasta vencerlos.

Hombres así sólo son posibles con la fragua de la convicción, en la formación del decoro, el altruismo, la pasión sin límites por la vida. De hechos se forma la patria eterna pues de ellos nos nutrimos quienes, aún bajo circunstancias sumamente difíciles, luchamos, porque creemos, por un mundo mejor.

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